Últimamente me ha dado por predicar con el ejemplo y hoy os traigo algo que me ha ayudado mucho. Aunque soy psicóloga, no soy inmune a problemas psicológicos, ni a estados de ánimo ni emociones poco agradables, como la rabia, la tristeza, la ansiedad, etc. Imagino que si algún colega de profesión lee este post, pensará en la cantidad de veces que familiares o amigos le han reprochado algún comportamiento o emoción porque se sale del «baremo del buen psicólogo». Y, con ese reproche, no ha faltado un «parece mentira que seas psicólogo» o un «¿tú te dedicas a la psicología?». Algunos ya hemos desistido en argumentar que no somos máquinas de arreglar gente, y que somos personas con identidad e inquietudes propias (lo que conlleva a los problemas que pueda tener cualquier ser humano).
Yo me declaro un ser humano imperfecto, con algunos asuntos psicológicos que de vez en cuando me estropean el día (o la semana, o el mes). Mi problema desde bien pequeña ha sido la ansiedad. Ante la falta de una buena gestión de ciertos conflictos o situaciones, empezó a aparecer en mi vida este síntoma. La ansiedad puede aparecer con mil disfraces e, incluso, con nombres diferentes. A veces la llamamos estrés, otras veces miedo, otras inseguridad. Sea como sea, la variedad de sentimientos y emociones con las que viene acompañada puede ser infinita. La primera vez que la conocí fue en mi adolescencia, disfrazada de lo que se llama crisis de angustia. Una crisis de angustia también se puede conocer como ataque de pánico, ataque de ansiedad, etc, y además, puede ser muy diferente dependiendo de la persona. Muchas personas han sufrido alguna crisis de angustia a lo largo de su vida. A mí, por ejemplo, me daba sensación de ahogo, taquicardia, sudoración, llanto. En aquella época, empecé un proceso psicoterapéutico porque estas crisis aparecían con demasiada frecuencia, sin ser yo siquiera consciente de mi ansiedad. Logré no tener más crisis «inesperadas» y conseguí algunas buenas técnicas para combatirlas si aparecían. Pero me quedé a medias, no me enfrenté a mi ansiedad, sino que puse un parche a ese síntoma que había aparecido en mi vida.
Al cabo de un tiempo, sin saber por qué, empecé a sufrir de migraña; unas migrañas que me inutilizaban completamente durante horas y días. La migraña no es un simple dolor de cabeza, no, es mucho más. A parte del dolor físico en sí, te genera sentimientos de rabia, impotencia, frustración, tristeza. Vamos, que es una bomba de relojería de emociones. Pensando que se trataba de un tema exclusivamente orgánico, me hice pruebas y fui a profesionales de todo tipo. Fui a neurólogos y seguí un tratamiento farmacológico, además de hacerle resonancias magnéticas. Hice yoga, empecé a hacer ejercicio, mejoré mi dieta. La verdad es que éstas últimas, son cosas que mejoraron mi calidad de vida y disminuyeron la migraña entre otros malestares, pero nada de esto la erradicó. Empecé un registro exhaustivo de mis migrañas y caí en la cuenta de que iban relacionadas con la ansiedad. A veces era muy consciente de que estaba sufriendo migraña por ansiedad, pero otras veces era la migraña la que me avisaba de que tenía ansiedad. Y es que, a veces, los síntomas físicos nos están avisando de que hay algo que no va bien en nuestra vida, que tenemos que hacer un cambio. No es fácil hacer esa interpretación, porque a veces resulta un lenguaje desconocido para nosotros o porque no queremos oír lo que nuestro cuerpo nos dice.
Cuando hice ese gran descubrimiento, mi primer pensamiento fue: «tengo herramientas psicológicas de sobras para hacer frente a mi migraña y a mi ansiedad». Así que me puse a ello. (La técnica que os explicaré ahora es de cosecha propia, pero requiere de cierto entrenamiento en visualizaciones y autohipnosis, así que no la puedo recomendar si no tenéis cierto dominio.)
En mi siguiente migraña, hice un ejercicio de visualización de mi migraña. Me relajé y visualicé el interior de mi cabeza: mi cerebro. Vi una especie de coche-escoba que se desplazaba por todo mi cerebro recogiendo cualquier rastro de migraña o malestar. El recorrido de este barrido acaba en la parte frontal derecha de mi cabeza, que es donde suele estar ubicada mi migraña. Con todo lo recogido, hice una gran pelota y, con todas mis fuerzas, la lancé fuera de mí. Para mi sorpresa… ¡la migraña se fue! Lo conseguí durante unos minutos, pero la pelota volvió. Intenté el ejercicio una y otra vez ya que, si me funcionaba durante unos minutos, ¿por qué no podía ser permanente? Sin embargo, no lo conseguí. Le comenté esta media-hazaña a mi terapeuta, la cual me dijo que estaba haciendo lo mismo de siempre, lo mismo que hacía con las crisis de ansiedad, y es intentar deshacerme de ellas a toda costa. Me recomendó que no tirara la pelota, que la cuidara. Así que en mi siguiente migraña, volví a hacer todo el ejercicio desde el principio, pero en vez de tirar la pelota, la cuidé: imaginé un bálsamo y se lo extendí, la mimé. Esta vez no fue tan drástico, pero sí que fue desapareciendo poco a poco, y el resultado fue permanente.
Obviamente no he descubierto América, y me queda mucho trabajo de fondo para que no vuelvan a aparecer esas horribles migrañas. Pero ahora he descubierto otro punto de vista, uno que no se me había pasado por mi dolorida cabeza. Y es el de cuidar mi síntoma, ya que huir de él no me da ninguna información, no me hace conocer mejor por qué me pasa lo que me pasa.
A esas personas con migraña por causas psicológicas o emocionales, a esas personas con síntomas físicos de raíz emocional, no huyáis despavoridos de vuestro síntoma, cuidadlo y entendedlo. Sólo así os cuidaréis y entenderéis a vosotros mismos.
Eva Molero
Psicóloga colegiada 20.974